Paisaje II

Calle de encuentros

 

La mujer acaba de recibir un recado de parte un hombre. Ahora se va hacia el fondo de la escena, por el callejón.  Llegará hasta la esquina y doblará a la derecha directo hacia su casa. Allá la espera su hermano. Para él es el mensaje.

El hombre, quien prefirió no aparecer en la escena para cubrir su identidad, le dice a ella que por favor guarde mucha discreción. Además, que no le haga esos favores al hermano que puede terminar involucrada. Así él esté como esté, debe hacer acto de presencia. Él es el responsable del trabajo. Le guiña el ojo. De todas formas ella recibe el sobre. Y marcha hacia su casa. Sabe que lleva algo importante. El hombre que nunca se ve en la escena desaparece sin dar pistas y sin hacer algún ruido significativo. La situación es silenciosa. Solo de vez en cuando se oyen las pisadas de la mujer. Llega a su casa. Su hermano la mira inquisitivo. Está recostado en un sofá. Con la pierna derecha extendida. Está herido y se recupera de su “accidente”. Le extiende la mano esperando recibir lo que le pertenece.

Que seas responsable, que dés la cara, te mandó a decir.

Es peligroso, lo sabes. A ti, en cambio, nunca te hará daño. Le agradas. Una noche de estas deberías acompañarlo y tratar de resarcir a nuestra familia. Mija, tú eres la esperanza.

Abortos

Puede que hoy vuelva Juan. Puede que hoy vuelvan todos. Pero hoy le digo no. No quiero ser más una cualquiera. Puede pensar que solo me tiene para eso.  Puede que llegue por la noche o por la tarde. O ahora mismo. Por qué no. Sus viajes suelen ser largos e inesperados. Iguales a sus retornos. Lo que sí tengo claro es el no. Ha ocurrido en varias ocasiones. A eso me refiero. La misma noche de su viaje de regreso me lleva hasta la cama, me desnuda, me besa y todo eso que sigue. Y también lo subsiguiente. El evento subordinado de una relación sexual que no ha sido programada.  Después me da otro beso. Uno de despedida. Se organiza, se viste y se va. En ocasiones duerme un poco en mi cama. Miro su sueño silencioso y fluido. Entreabre sus ojos, parece que me mira y se voltea de lado. Es un hombre agradable y tierno. Si en mis manos estuviera la decisión, viviría para siempre con él. Y tendríamos muchos hijos.

Por eso tal vez deba tomar otra actitud con él. Hacerme valer. Que no solo nos veamos en mi cama. Podemos salir a caminar. A comer en algún restaurante. Y que nos miremos a los ojos y nos deseemos nuestras sonrisas y nuestras voces. Y que me diga que me quiere y que le gusta mi forma de ser y todo mi interior. Lo que tengo por dentro. Lo que puedo tener… lo que he tenido. Que no solo me quiera a mí…

Cuando regrese de su viaje le diré que no. Formemos una familia, también. Vivamos juntos y llévame en tus viajes.

Juan es un hombre importante, viaja con frecuencia. Me ha dicho que algún día formalizaremos lo nuestro y que seremos felices. Nosotros seremos felices.

A veces me temo que me lo dice para calmarme. He pasado semanas enteras llorando. Siempre que se vuelve a ir me quedo con la tristeza de su abandono. Del suyo y de todos los míos. De los nuestros, más bien. Debo ingeniar la manera de decirle que aquí le amamos. Que nosotros le queremos junto a nosotros. Y aunque él no lo crea ya somos una familia. La muerte también une. Y aunque no haya cadáver en el cementerio se puede elevar una oración.

Suena la puerta. Es él. Dejaré de ser su cementerio personal. Entra. Me besa. Me desnuda. Me penetra. Eyacula. Y se va. Antes de cerrar la puerta por fuera le digo que esta vez no. No qué, contesta él, no te entiendo, debo irme, volveré en un tiempo, te estaré llamando.

Le sonrío y lo despido. Me veo el vientre, luce hermoso. Estará mejor en unos meses. Recuerdo que me faltó decirle algo. Corro hasta la venta y le grito excitada: ¡vuelve, querido, aquí estamos para amarte!

El Hombre Promedio (Segunda parte de la historia)

A favor del equilibrio y siempre en busca de tal fenómeno encuentra a su alrededor diferentes formas de expresión que no le pertenecen.  Expresiones desmesuradas, malintencionadas y corrompidas.  Estas formas no tienen que ver con el hombre promedio.  Él es un profesional, sabe expresar con cautela y diplomacia sus sentimientos y emociones.  Ese es su profesionalismo, reflexiona y medita sobre el cómo decir, el cómo actuar y sobre todo el cómo sopesar.  No toma decisiones a la ligera.  Si decide casarse con una mujer que conoce hace poco, menos de un mes por decir algo, es porque la decisión de contraer matrimonio era antigua, las circunstancias novedosas.  Así opera el hombre promedio: con moldes antiquísimos de su forma de vivir acomoda sus situaciones diarias.  Sin embargo también hay en él espacio para la aventura y algunas situaciones extremas, por eso conserva un molde que funciona de forma contraria: no moldea sino que se deja moldear.  Allí le permite la entrada a una que otra mujer interesante como para un matrimonio y dos hijos, o a una aventura de un par de noches en la que logre sentirse macho a su manera.  Inconscientemente qué puede significar el equilibrio para el hombre promedio: un nuevo extremo, una extremidad invisible; ni siquiera él la ve, porque es presa de ella.  Con este brazo del equilibrio toma su porción de mundo, la ase entre sus dedos, la solivia midiendo un posible peso, calcula el gasto de energía y dependiendo de estas observaciones y otras cuantas, decide si apuesta por ella.  El hombre promedio a medida que evoluciona se hace cada vez más promedio, más insoportable para que entiendan, porque una extremidad por bonita que sea, entre más larga más estorba.  La belleza también es un estorbo, pero no es el caso de nuestro hombre.  En él el estorbo es su mayor virtud.  Es decir, su equilibrio. 

 

¿Cómo evoluciona el equilibrio? En un ejemplo concreto, por decir algo, el amor: en la conquista de pareja es tímido, cabizbajo, sincero, habla poco y sus chistes son inocentes e inofensivos.  Pero la mujer le valora su sinceridad y su valentía para hablarle, pues no cualquier hombre promedio tímido hace lo que nuestro hombre hace: hablar a una mujer desconocida que está que se revienta y reinventa a causa de su belleza.  Entonces descubre que esa mujer, a la que ha hablado y le ha confesado que es primera vez en su vida que habla a una desconocida, lleva en su vientre una criatura de dos meses de vida gestante.  Ante tal eventualidad su modo de operar cambia, no sus sentimientos y decisiones últimas.  Ha encontrado una mujer bonita, soltera pero con un hijo en la barriga.  Hace diferentes promesas tanto materiales como espirituales y sentimentales y de este modo logra comprometerse con ella.  Le ha declarado su amor incorruptible.  Ha asegurado su porción de mundo.  Como ya se siente seguro, pisando terreno firme, descuida un poco su relación.  Olvida algunos detalles, deja de lado obsequios y ternuras y arguye para sí mismo que es importante que la pareja sepa que no hay hombre perfecto.  No, él es un hombre promedio.  Luego se casan, y como hay unas cuantas firmas que sostienen su relación de pareja puede estirarse más, relajarse sobre su cama y dormir hasta tarde, por ahí hasta las nueve y media de la mañana.  Se organiza y sale a su trabajo.  De manera sopesada regresa ebrio al terminar el día.  Puede abrir la puerta de su casa por sí solo.  Se tambalea exageradamente para sentirse más borracho pero no se orina en la nevera porque daña su desayuno del día siguiente.  Es bueno estar ebrio siempre y cuando no se afecte el porvenir.  Por eso llega hasta el inodoro y mea salpicando algunas gotas sobre el borde.  En ocasiones limpia con un trozo de papel higiénico y en otras cuando siente la borrachera a tope no, en cambio escupe y simplemente bacía lo expulsado.  El hombre promedio extremo descubre que está afectando su relación y toma otra decisión: ser medianamente extremo.  De este modo inventa una nueva extremidad que lo lleva a recoger nuevas porciones de mundo.  Descubre una nueva mujer, descubre nuevas formas de hacer dinero y muchas otras cosas… pero en el apogeo de estas nuevas porciones de mundo, cuando éstas se enredan entre sí y nuestro hombre se siente sin salida, algo le sucede y descubre una porción inexplorada por él.  El hombre promedio descubre a su familia: su mujer y su hijo.  Hijo que para este ejemplo no es propiamente de él pero lo crió como un buen padre promedio.  Pero su tardanza ha afectado este pedazo de mundo y ya no hay espacio para él.  Apenas descubre ese vacío, su mujer que no es cualquier bobita, sino una a la que le gusta hacerse, lo saca por un volado.  De alguna manera ella lo increpa: infiel, traidor e irresponsable.  Luego descubre que la misma enfermedad de la moza de él también la ha adquirido ella.  Así concluye la historia del hombre promedio: su mujer envía a su hijo a vivir con sus abuelos maternos, luego lo espera en casa y cuando él llega especialmente ebrio, de un tajado cercena su yugular.  El hombre promedio no profiere gritos ni gesticula dolor.  Cae sorprendido, presa de un extremo que nunca conoció: el silencio de una mujer violenta que ha sido ofendida.

El Fruto de la Penetración

Elena vive sin complicaciones. Cuando ve las telenoticias prefiere omitir aquellas negativas. También las trágicas. Es decir, es poco lo que ve. Prefiere pasar el tiempo del medio día preparando el almuerzo para sus sobrinos que llegan del colegio después de la una de la tarde.  Sin embargo un día abrió la puerta. Entró un desconocido. Dijo que también quería almorzar. La forzó y la golpeó con unas ollas. La despojó de sus prendas. La violó. La golpeó de nuevo. Salió riendo a carcajadas. Cuando llegaron los sobrinos llamaron a la policía. Estaba arrojada en el suelo, sollozando, tiritando. Uno de ellos la cubrió y la abrazó. Ningún vecino daba noticias del violador. Nadie supo testificar: pistas no habían. Ni rastros ni huellas. El procedimiento jurídico fue largo. Sin embargo Elena estaba dispuesta a llevar hasta última instancia lo que le había sucedido.  Su dolor y ansías de venganza eran enormes. Deseaba encontrarlo y arrancárselo; así decía y se repetía mentalmente siempre que podía.

Pasó un largo tiempo sin señales del criminal. La investigación por parte de los jueces aún continuaba sin mostrar resultados efectivos. Así que esta situación se fue aposentando en la cotidianidad de la vida de Elena y la de quienes la rodeaban. No volvió a hacer de comer para su familia. No abría la puerta a ningún extraño. Los familiares al tocar a la puerta utilizaban diversos tipos de claves sonoras. Los sobrinos ya no iban a almorzar después de clases. Y se turnaban para cuidarla por días. Ella dormía poco en las noches, las pasaba en vela. Y en el día tomó la extraña costumbre de pasar largos ratos mirando televisión. Cuando comenzaban las noticias aumentaba el volumen drásticamente. Prestaba especial atención al número de muertos durante el día.  Hacía exclamaciones y quejidos cuando veía las tragedias de otros. Otros a quienes robaron. A quienes mutilaron. A quienes una mina los dejó sin piernas. Y secuestraron. Y torturaron. Y descuartizaron. Y a quienes violaron. Siempre exclamaba en señal de repudio. Aunque por dentro sintiera una espinita. No fui la única, hay muchas más, pensaba. De algún modo esa espinita la reconfortaba. Esa misma espinita la hacía querer sonreír. Pero delante de su sobrino debía mantener su imagen de mujer víctima. Así nunca haya querido ser una víctima. Así deseara encontrarlo y masacrarlo. Así deseara sonreír cada vez que veía una noticia de otra mujer a la que habían violado.

Ya han pasado algunos años desde aquel lamentable suceso. Elena pasa sus días frente a la televisión. Todos sus sentimientos se han aposentado, incluso su sonrisa maligna. Comparte más con su familia. Ha vuelto a hacer de comer y juntos ven la televisión mientras almuerzan. También ha aprendido a exclamar como se debe hacer frente a una tragedia que se muestra en el telenoticiero. Todos juntos en familia exclaman. Qué familia tan unida. Parecen todos penetrados.